Si hay algo que ha ganado respetabilidad en el último siglo es el tango. Desde sus oscuros orígenes prostibularios y afroamericanos, el invento del pardo Ramos Mejía y de Angel Villoldo (entre otros), fue abriéndose paso a bandoneonazo limpio.
Redignificado primero y estilizado luego de la mano de Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, a mediados del siglo XX el tango se encuentra con los grandes poetas de nombres greco latinos, los grandes intérpretes, los grandes cantores, los grandes arregladores, y –finalmente– con el excelso mutante que le pondrá el broche de oro y cerrará el ciclo: Astor Piazzolla.
Todo lo que vino después, han sido variaciones sobre los mismos temas, ya sea sobre el proto-tango, sobre el tango clásico de los cuarenta, o sobre el neo tango de los sesenta.
Y a pesar de que los tiempos han cambiado muchísimo, parte de las nuevas generaciones ha venido sumándose a las huestes tangueras, manteniendo viva esta música ciudadana del Río de la Plata.
La música del tango es tan original, auténtica y representativa, que junto con el jazz (otra forma musical que ha cerrado ya su ciclo) ya forma parte del corpus clásico de la mezzomúsica universal.
Y esa respetabilidad que ha logrado el tango permite seguir interpretando, escuchando y disfrutando una letrística muchas veces políticamente incorrecta, que con una impronta las más de las veces duramente machista, va desde la reivindicación de la violencia de género hasta la franca apología del delito.
Sin embargo, aún en esos casos, la singular belleza de su música y el fervor de su canto hacen olvidar su contenido las más de las veces, y ahí tenemos a cantores y cantoras hablando de cosas que fuera del ámbito artístico son deleznables. Son los misterios del arte.