(y a mi no me importa mucho que digamos)

viernes, 27 de noviembre de 2009

POR QUÉ ME GUSTAN TANTO LOS ESCRITORES ESTADOUNIDENSES

Mis abuelos eran europeos, y por eso crecí entre pasodobles y canzonetas, entre zarzuelas y óperas, y escuchando hablar de las rías de Galicia y las montañas del Piamonte. Nací y me crié en Villa Muñoz, que por los años sesenta era una pequeña aldea global, en la que además de gallegos y tanos vivían montones de judíos venidos de toda Europa, y libaneses y armenios y franceses y hasta algún africano. Además, a mi padre le encantaba el Jazz, así que también el inglés estuvo entre los sonidos de mi infancia.

Extranjeras eran las revistas de chistes de Walt Disney y de Lorenzo y Pepita y de Popeye y de Superman. Extranjeros fueron también los libros de Stevenson, de Dumas, de Verne, de Foster, de Salgari, de Quiroga (ese escritor misionero nacido en Salto), y extranjeros fueron la mayoría de los libros que me enseñaron en el liceo, empezando con Homero el griego.

Y después vino el cine, que era todo americano, con los conbóis y los piratas y los romanos y los detectives y Elvis Presley y Jerry Lewis y las películas de Roger Corman y las de la Hammer con Jack el Destripador y el Hombre y la Bestia y Drácula y Frankenstein y el Pozo y el Péndulo.

Yo no tuve la suerte de nacer en Tacuarembó o en Minas de Corrales, por eso no tengo Patria Chica (me la perdí). Nací en ese Montevideo cosmopolita (urbano y suburbano) que miraba para el afuera de allende los mares.

Y después –por si con todo eso no alcanzara– vino la televisión, con sus acuonautas y sus balinger de chicago y sus intocables y sus llaneros, solitarios y no tanto. Pero cuando uno hubiera dicho que ya era suficiente, todavía aparecieron los Beatles, y los Stones y Dylan. Y cuando uno ya estaba cerrando la lista, aparecieron también Beethoven y Brahms y Dvorak, esos europeos.

Así fue que durante muchos años, Tranqueras era para mí un lugar mucho más exótico que Manhattan, y Fray Bentos algo tan desprovisto de referencias como familiar me era París. Sabía de memoria la historia de Billy The Kid, pero no tenía la más mínima idea de quién había sido Martín Aquino. Podía recitar de memoria las capitales de casi todos los países del mundo, pero no sabía donde quedaba Frayle Muerto.

Y seguí creciendo y leía a Chejov y a Kafka y a Bradbury y a Hesse y a Chesterton y a Vasco Pratolini, y miraba las películas de Godard y de Einsenstein y de Losey y de Rosellini, y qué quiere que le haga... ¡al final salí extranjero!

Después aparecieron Benedetti y Galeano y Felisberto y García Márquez y Rulfo y Scorza... pero mi personalidad ya estaba formada, y lo único que pude hacer fue aprolijarla un poco.

Tal vez por todo eso es que ahora me gustan tanto Auster y Shepard y Cheever y Dos Passos y Hemingway y Fante y Carver y Updike. Porque conozco esas calles de las que hablan mucho más que las de Bella Unión, y a esos personajes mejor que a los de Morosoli. Tan así que cuando anduve por norteamérica no pude evitar un permanente dejà vú de lugares, costumbres y personas.

El asunto es que –si fuera por mí– hoy no me siento extranjero en ningún lugar, y como yo no creo que la gente deba dividirse entre nacionales y extranjeros, debo borrar lo escrito y declararme ecuménico. Pero no, esto de “ecuménico” es una desmesura desde el momento en que lo oriental (salvo Kurosawa) no me atrae en lo más mínimo, y sí que me sentiría muy extranjero en China o en India.

¿Entonces? ¿Qué etiqueta me pongo? ¿Me tengo que poner alguna etiqueta? No, no me la pondré, intentaré vivir el resto de mi vida sin ella. Sé que no es fácil, pero al menos haré el intento... Es gracioso, porque eso también tiene un nombre: se llama eclecticismo. En fin, ya está, déjela por ahí, el asunto es que ya le conté por qué me gustan tanto los escritores estadounidenses. Espero que haya entendido. Buenos días, buenas tardes, buenas noches, buena suerte. Muchas gracias.