Las pocas veces en que encuentro a Brian y a Jennifer sin los auriculares puestos aprovecho para hablarles, incluso para contarles como era el mundo y San Felipe cuando yo era adolescente. Durante un rato ellos escuchan por cortesía y hasta llegan a emitir unos sonidos guturales muy originales que fungen como una especie de comentario a mis relatos. Pero unos minutos después es muy evidente que se aburren, y entonces sonríen, se vuelven a colocar los auriculares, y siguen con sus vidas (es decir: escuchando música y al mismo tiempo hablando por teléfono con sus amigos, mientras arman cajas de cartón para el centro comercial).
Al principio, cuando les contaba que conocí un San Felipe en el que las vecinas barrían y hasta lavaban las veredas y batallones de empleados municipales barrían las calles hasta en las zonas más apartadas del centro, pensaban que les estaba haciendo una broma. Hoy, directamente creen que desvarío, que chocheo, que invento esas historias tan descabelladas. Los entiendo, ellos no conciben que la suciedad moleste a alguien. Sus padres –incluso– ya no se acuerdan demasiado de aquellas épocas, eran muy chicos. “Deja ya eso, papi, al pasado pisado, mejor olvídalo” –me dicen con acento caribeño quitando unos segundos la mirada del televisor de plasma y frunciendo el ceño con preocupación.
Pero los recuerdos rondan y rondan por mi cabeza y no me dejan olvidar aquella ciudad limpia y silenciosa que quise tanto. Brian y Jennifer lisa y llanamente no me creen cuando les cuento que antes San Felipe era una ciudad silenciosa, y que apenas las familias acomodadas tenían un aparato de radio. Recuerdo cuando con mis padres nos sentábamos al fresco a leer los diarios de la noche y a escuchar el canto de los pájaros. Recuerdo que todos pasábamos largos ratos conversando de una cosa o de otra, y que hablábamos por turno, esperando a que terminara uno para comenzar a hablar otro. Recuerdo que cuando prendíamos la radio para escuchar algún programa, todos nos sentábamos alrededor y guardábamos silencio (esta es una de las cosas que les hace más gracia a mis nietos, esa imagen de una familia escuchando una radio sin auriculares, y todavía en silencio).
Brian y Jennifer no me creen cuando les cuento que antes no existían los cuidacoches ni los limpiadores de parabrisas, ni la mayoría de los semáforos siquiera. Se imaginan a los conductores sacando la cabeza por la ventanilla para ver por donde van. Para los que nos criamos teniendo al pasado presente gracias a las películas y la televisión de aquella época, resulta extraño imaginarselos imaginando eso. Pero no es su culpa, pues para la televisión de esta época el pasado no existe. Todo es presente y futuro. Y si hay pasado, es un pasado mitológico y fantástico, tan lejano que parece el futuro (así como antes en La Guerra de las Galaxias el futuro se parecía tantísimo al pasado).
Las veces en que –hastiado del ruido que hace su flamear incesante– salgo a juntar las bolsas de nylon que se amontonan en el alambrado del baldío de la esquina, Brian y Jennifer se asoman a la ventana y me miran con miedo. El resto de los vecinos también me mira desde detrás de sus cortinas, pero mayormente sonríe. Hay días en que limpiar el baldío me lleva más de una hora. Junto todas las bolsas en una bolsa más grande y luego camino dos cuadras y la tiro en el basural del barrio. Es un trabajo inútil, pues al poco tiempo el baldío está casi tan sucio como antes, pero me hace bien el ejercicio.