Felipe Polleri (El País Cultural)
Leyendo una muestra del cuento uruguayo en dos tomos, donde como siempre faltan y sobran, lo que no falta o, mejor dicho, abunda, son los autores premiados. Me quedé alelado; no sabía que en el mundo y en Uruguay se daban tal cantidad de premios: a troche y moche. Escritores jóvenes tienen un currículum que ya quisieran los autores maduros como yo, los viejos como yo, si yo alguna vez hubiera querido tener algo tan absurdo como un currículum o hacer una carrera. Estoy en otra cosa. Naturalmente, los grandes artistas del pasado nunca recibieron un así llamado premio: engendro podrido y moderno de la así llamada "industria cultural". Thomas Bernhard (1931-1988), genio austríaco a quien recomendamos leer, en El sobrino de Wittgenstein (novela anexa a su imprescindible autobiografía en cinco breves y densísimos e insultantes tomos) se explaya al respecto: "Porque un premio se lo entregan a uno sólo personas incompetentes que quieren defecar en la cabeza de uno y que defecan abundantemente en la cabeza de uno, si se acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo como para aceptar un premio. Sólo en la mayor necesidad y cuanto están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido mas exacto de la palabra, repulsivo. Sin embargo, cuando me dirigía a recoger el premio Grillparzer (...)". A continuación Bernhard, con este estilo supremamente negro y desopilante que inventó para todos los imitadores y plagiarios del mundo, nos relata que, ya en la Academia, como nadie lo reconoce, se instala con los suyos en medio de los asistentes. Claro que esto genera un delirante y payasesco ir y venir de las autoridades, hasta que alguien sí lo reconoce y, luego de otros despropósitos y chapucerías, es conducido frente al estrado y sentado junto a la Ministra. "Hubo algunos discursos sobre Grillparzer y se dijeron unas palabras sobre mí, en conjunto, sin embargo, fue una hora y, como siempre en esas ocasiones, se habló demasiado y, como es natural, tonterías. Durante esos discursos la Ministra se durmió y, como pude oir claramente, se puso a roncar, y no se despertó hasta que los músicos de cámara filarmónicos empezaron a tocar otra vez". (Incluyo esta cita, más allá del premio o los premios, para que mordisqueen una puntita del formidable estilo de Bernhard). Dicho sea al pasar: me gustaría conocer a un buen escritor del globo global que nunca haya recibido un premio. Sí. Hasta a veces pienso que llegó el momento de señalar en las contratapas, como extraña distinción, que el autor nunca fue premiado ni en Uruguay ni en ninguna otra parte; es decir, que jamás fue tocado por el más bello y omnipotente de los dioses (El Curro) ya que apenas fue abrazado por esas viejas brujas (Las Musas) que, si hoy no valen nada, en otra época fueron tan imprescindibles como los publicistas. Se dirá que escribo estas líneas, no para destacar un fenómeno o para elogiar a Bernhard, sino porque nunca me dieron un premio. Y sí: nunca. A menudo los jóvenes se me acercan y me preguntan por qué nunca gané un premio.