En 1930, una lectora de la ciudad de Rosario (Argentina), le envía una carta a Enrique Jardiel Poncela preguntándole: “¿Por qué se obstina en no escribir con seriedad y credulidad de las cosas trascendentales? ¿Con qué derecho, dado por quien, asentado en qué razones destruye usted sin construir y comete el crimen de tener talento para ponerlo al servicio del mal?” El gran humorista español le contesta en el prólogo “Aperitivo con Aceitunas” de su libro de 1931 “Pero… ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?:
“No, amiga mía, no pretendo destruir, sino reírme. Y a lo sumo, lo que hago de malo es poner en relieve algunas verdades. Lo que sucede es que la verdad es horrenda. (Y por eso los egipcios obraban cuerdamente cuando tapaban con un espeso velo la imagen de Isis en Sais.) La verdad es más que horrenda: la verdad es espantosa. (Y por eso, también, el fin de la Religión, de la Moral, de la Política, del Arte, no viene siendo desde hace cuarenta siglos, más que ocultar la verdad a los ojos de los necios.)
Pero… ¿debo asimismo ocultar la verdad? No.
Porque yo no he escrito ni escribo, ni escribiré jamás para los necios. Y si algún necio me lee, peor para él por meterse donde no le llamaban. Mi posición es, pues, la de ayer, la de mañana, la de siempre: RISA FRENTE A LA VERDAD.
¿Qué el fondo del corazón humano es negro?
¡Risa!
¿Qué no hay nada en el mundo, ni lo más puro, que no se doblegue al dinero?
¡Risa, risa!
¿Qué todo está edificado sobre mentiras asquerosas, y mantenido por injusticias eternas? ¿Qué lo inmutable se ciñe sobre nuestros actos? ¿Qué la mujer es…? ¿Y el hombre es…?
¡Risa, risa!
¿Qué no hay categorías morales sino sociales? ¿Qué la traición y la envidia son el leit-motiv de la existencia? ¿Qué hasta los propios hijos han de volvérsenos un día como enemigos implacables? ¿Qué todo va a acabar en un agujero solitario, lleno de mugre, de podredumbre y de barro?
¡Risa! ¡Risa! ¡Risa!...
A los inteligentes no debe ocultárseles la verdad, de la misma manera que a los Santos nadie les ocultó el vicio. Por el contrario, hay que descubrir la verdad; cogerla de improviso; mirarla cara a cara sin pestañear, de igual modo que miramos la factura del gas a primeros de mes. Y cuando podamos contemplar, libres de estremecimientos, aquel semblante repulsivo, entonces… ¡a reír! ¡A reír hasta hartarse!
¿Tomar las cosas en serio? Los burros y los hombres formales, esos sí toman las cosas en serio. Pero es que un hombre formal sólo se diferencia de un vagón de burros en que hace menos bulto y en que va al café a discutir de política.
Todo lo que va dicho resulta bastante amargo. Pero hay que tener en cuenta que se trata de un Aperitivo.
Por lo demás ¡poco me he reído yo escribiéndolo!...”
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