Espeluznado luego de horas de tratar infructuosamente de encontrar algún programa televisivo con algún contenido por lo menos vagamente inteligente– me pregunté: Si se la trata como estúpida durante el tiempo suficiente ¿la gente se transforma realmente en estúpida?. Por ahora, la contestación que voy encontrando para esa interrogante es: sí.
Está comprobado que si se lo educa como un animal (como ha sucedido en los casos de los niños ferales), el ser humano actuará y pensará como un animal. Más allá de los mitos (Rómulo y Remo) y de las imaginerías (Tarzán y Mowli), en la vida real, los “niños salvajes” no sólo nunca pudieron integrarse a la sociedad, sino que ni siquiera lograron aprender a hablar correctamente. Y esto es algo muy importante si tomamos en cuenta la relación directamente proporcional que existe entre la riqueza del lenguaje de una persona dada y su pensamiento.
Sin exagerar sobre la importancia que puede tener la televisión en el desarrollo del intelecto, es lógicamente deducible que ella aumentará cuanto más deficiente sea la educación formal de su sujeto. Del mismo modo, la tarea de educar será tanto más difícil cuanto más bajo sea el umbral cognitivo del educando. Hoy día hay educandos que pasan más horas frente al televisor que frente a sus educadores, expuestos a una programación diseñada para incitarlos al consumo desenfrenado y para satisfacer sus instintos primarios.
En su búsqueda incesante por mantener cautiva la atención del televidente para poder así venderle más y más cosas, la televisión moderna recurre al montaje rápido, al cambio de frente, a las animaciones en pantalla, a las cámaras móviles; la idea es superponer un estímulo al siguiente, sin dar tiempo a asimilar los contenidos, ya que el mensaje es precisamente la ausencia de mensaje. Y al no tener sustancia, el mensaje termina siendo: “así está el mundo, amigos”, acéptelo como es y cómprese el último modelo de celular.
Por otro lado, no hay mejor manera de desinformar que saturar al espectador con información superficial y superpuesta. Es como si nos estuvieran haciendo escuchar al mismo tiempo la Novena Sinfonía de Beethoven, la Segunda de Brahms, y la Cuarenta de Mozart. Solas, cada una de ellas es una obra maestra; juntas y superpuestas, son sólo ruido. Al finalizar la audición, el espectador ni siquiera sabe qué fue lo que pasó. Tal vez es por eso que el informativo de canal 4 termina diciendo: “Esto fue Telenoche 4: está informado”, cuando en realidad sólo hemos sido sometidos a una larga serie de informaciones parciales y superficiales que poco nos han ayudado a entender el mundo.
Cuando comenzó, en la televisión uruguaya había programas dignísimos. En una época, era posible ver desfilar por sus pantallas a las principales figuras de nuestra vida cultural. Había muy buenos programas periodísticos y humorísticos, teatro, música popular y clásica, y no sólo en el canal oficial. La Dictadura se encargó de terminar con todo eso, y no fue por casualidad, la persona que piensa por sí misma es un indeseable para la clase dominante. Y tampoco fue por casualidad que –vuelta la democracia– no se retomara aquella senda.
Exceptuando TV Ciudad (que no es peligrosa para el poder porque al fin de cuentas es un canal para abonados) la televisión que sufrimos hoy día se diferencia muy poco de la de la época de la Dictadura. Más aún, en los hechos es la continuidad de ese proyecto televisivo diseñado para impedir el pensamiento. Y más allá de las buenas intenciones declamadas por la directora de la Televisión Nacional y de algunas mejoras notorias en la progamación del canal estatal, nada indica que deje de serlo en el corto plazo.
La digitalización del sistema hubiera sido una excelente oportunidad para democratizar de una buena vez las transmisiones radiales y televisivas, lo que no garantiza nada pero abriría el espectro a nuevas propuestas y allí tal vez podría ser que asomara algo de inteligencia. Pero la Ursec ha dejado vencer los plazos y ello ya no será posible sino hasta después de que asuma el próximo gobierno, que vaya uno a saber cual será.
En el siglo XIX los vehículos del pensamiento eran los libros y los periódicos. En el siglo XX se le sumaron el cine, la radio y la televisión. En el XXI se agrega Internet. Todos ellos no son otra cosa que vehículos vacíos a los que hay que llenar de contenidos. Esos contenidos pueden ser liberadores o supresores del pensamiento autónomo. Por ahora van ganando los que buscan que estos medios sean el opio de los pueblos.