Él nunca me perdonó que mis ojos secos lo vieran llorar adelante del viejo Pereyra mientras le rogaba que no llamara a sus padres. Yo, nunca pensé que él se fuera a poner a llorar como un niño por una citación a la dirección... ¡teníamos quince años! Pero bueno: lo ví llorar y no lloré. Ví llorar al mejor alumno de la clase, al pintún, al seguro de si mismo, al que triunfaría en la vida. ¡Y no lloré! Treinta y cinco años después, supongo que no lloré porque no me importaban demasiado ni una falta disciplinaria, ni una suspensión, ni una citación a mis padres, Yo no estaba compitiendo con nadie, ni por ser el mejor de la clase, ni por ser el más macho. La secundaria era un mal necesario, un obstáculo a superar para lograr otros fines. Claro, no lo superé. Le podría echar la culpa a la dictadura por eso. Sería muy fácil. Pero es feo mentirse a sí mismo. No superé ese obstáculo también por errores propios que son parte de otra parte de esta historia.
El asunto es que ese día estábamos frente al director del liceo luego de una gresca en el baño de varones del entrepiso. Una tontería que pasó a mayores cuando el Lali rompió el vidrio de la ventana con su codo y se hizo un corte en el brazo. El Lali había emigrado desde el maoísmo hasta el Partido Colorado y eso había merecido el repudio de la mayoría de sus compañeros. Claro, eran las épocas de las bandas fascistas que armaba ese partido para enfrentar a la incontenible ola de izquierdismo radical que hacia fines de los años 60 crecía en todos los liceos. La Juventud Uruguaya de Pie.
El Lali podía convertirse en la punta de lanza de esos parapoliciales en nuestro liceo, y nosotros no queríamos que eso sucediera. Por eso, cuando entramos a fumar al baño y nos encontramos con él, lo increpamos duramente. Palabra vá, palabra viene, nos aprontamos para la violencia. Ahí fue que alguien lo empujó contra la ventana y su codo la rompió. Corrió la sangre y nosotros corrimos delante de ella. El Lali quedó sólo con su hemorragia (poca cosa, por cierto). De lejos vimos como sus ojos nos miraban con odio mientras se dirigía a la oficina del Director, y entonces comprendimos que la cosa no iba a quedar allí.
El Lali entregó la lista detallada de todos los que estábamos en ese baño en ese momento, y el viejo Pereyra nos citó a la oficina de la sub directora y nos fue interrogando de uno en uno; tratando de diferenciar entre testigos y acusados. Cuando llegó mi turno me manifesté inocente porque -al igual que Mauricio- en realidad lo era. Nuestra agresión había sido solamente verbal. El del manoseo y el empujón fue otro, no diré quién. Luego del interrogatorio, me hizo pasar a su oficina, y allí fue que me encontré con los demás y con los ojos rojos de Marcos. Sólo recuerdo su rostro compungido y sus lágrimas mientras el viejo nos sermoneaba y nos amenazaba. Hoy ya no me acuerdo si nos suspendieron o si citaron a nuestros padres, pero eso no importa demasiado.
(Obviamente que ésto debería continuar, pero por el momento no me parece que valga la pena)