En el Aeropuerto de Ezeiza miro mi primer avión por el ventanal. Allí está, reluciente en la pista, un Air Bus 300 de Aerolíneas Argentinas con destino al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, New York, New York, United States of America (América en inglés no lleva acento). Sigo una y otra fila, paso por un mostrador tras otro, me miran, me sellan, me despachan, y al final entro al avión como por un tubo, es decir por la manga. Busco mi asiento y me instalo en él. Frente a mí, un hermoso folleto en varios idiomas con las indicaciones pertinentes para todos los tipos de desastres aéreos imaginables. Que la máscara de oxígeno, que la bolsa para vomitar, que los salvavidas, que las salidas de emergencia, que sacarse los zapatos (¿y donde diablos están los paracaídas?). Por si eso fuera poco, por los parlantes comienza a escucharse una voz femenina que lee el folleto, primero en castellano, luego en inglés... Gracias, muchas gracias. ¡Qué hermoso y alentador recibimiento para un primerizo!
Trato de olvidar a Carlos Gardel y a Fernando Parrado, pero recordando las instrucciones del folleto. Miro hacia adelante y descubro que por suerte estoy cerca de la salida de emergencia. Cuando me dan la voz de “áura” me ajusto el cinturón. Todo listo. El avión despega. Una sensación agradable, como cuando arranca el Tren Fantasma. Me hundo suavemente en el respaldo del asiento, me aflojo, cierro los ojos. ¡Qué lindo! Pero de pronto... en pleno ascenso... un sacudón y un ruido: ¡BUM! ¡BUM! Como si el avión hubiera agarrado un lomo de burro. Pero en el aire no hay lomos de burro, y el avión se sacudió, y se escuchó un ¡BUM! ¡BUM! ¿Tan pronto? –pensé con angustia. ¿Así va a terminar todo? ¡Si ni siquiera pude “disfrutar la vista”! Pero no, miro a mi alrededor y todo el mundo está tranquilo, como si tal cosa. Será así –pienso. ¡Vaya uno a saber!
Me distiendo, me acomodo en el asiento, me coloco los audífonos y exploro el panel de audio. ¡Que bueno! ¡Un canal con música clásica! ¡A vos mismo! Rara la sensación de “estar en el aire,” pero se lleva... sin embargo... ¿qué habrá sido ese sacudón? Ese golpe y ese sacudón se repitió en mi segundo avión, y en mi tercero, y sólo entonces me dí cuenta a razonamiento puro que ese ruido y ese sacudón son producidos por el tren de aterrizaje cuando se pliega. Nunca ninguno de mis amigos que habían volado antes me habían contado que eso sucedía; ¡Y esa gente se llama “amiga” mía!
En fin, que el avión seguía subiendo y subiendo y me acordé de que estaba del lado de la ventanilla y me dije: “Buemo, miremos para afuera”, y miré. Afuera estaba el ala derecha del avión, reluciente a la luz del crepúsculo, cortando el aire rauda... pero... ¡Qué es eso! ¡El ala se curvaba hacia arriba! ¡Se curvaba y se seguía curvando cada vez más! ¡Dios Mío! ¿El ala del avión no era rígida? Pues no, el ala del avión no es rígida, se curva, se dobla... ¿se rompe? Y entonces me acuerdo de que por adentro, el ala del avión es el tanque de combustible del avión, y entonces decido cerrar la ventanilla, deslizar bajo mi lengua una pastilla de seis miligramos de bromazepan, y encomendarme a los dioses del Olimpo, que son los que conozco más.
Tampoco nadie me había dicho nunca que las alas del avión se curvaban. “¿En serio?” me preguntó un muy amigo, volador muy frecuente, cuando luego le recriminé su omisión, y agregó muy serio: “nunca me había dado cuenta”. Meses después, en un documental del Discovery Channel ví las pruebas de resistencia que le hacen a las alas de los aviones en la fábrica Boeing. Ponen a los aviones en una especie de prensas gigantes y comienzan a doblarlas hasta que se rompen... cuando ya están curvadas a casi 90 grados. ¿Por qué no pasaron ese documental antes de que yo me subiera a mi primer avión? ¿Ven como el orden de los factores sí altera el producto?
Pues bien, el asunto es que el avión se deslizaba ronroneante por la estratósfera, se supone que raudamente, pero la sensación es de que está quieto, como colgando del cielo, y allá abajo la tierra gira lentamente.
Había tenido que dejar la navaja suiza en una papelera de Ezeiza porque sólo viajaba con equipaje de mano y esas cosas únicamente se podían llevar en el que va en la bodega. No importa, no era una navaja original, era una copia china. Lástima que me quedé sin destapador, sin tijerita, sin sacacorchos... No importa, ya no tomo vino ni cerveza y los refrescos vienen con tapa rosca. Al rato me despiertan para darme la cena. Comida de avión, rica pero poca. Los cuchillos y las cucharas son de plástico, pero los tenedores... ¡los tenedores son de acero inoxidable de primera calidad, con tres dientes afiladísimos de tres centímetros de largo! Ahora entiendo por qué me hicieron dejar la navajita, las armas para los terroristas las provee la propia compañía aérea...