El otro día contaba que había idems en que me despertaba con la cabeza llena de ideas que al poco rato se evaporaban y se desvanecían hasta desaparecer casi completamente.
Pues bien, hay otros -como hoy- en los que me despierto con la cabeza totalmente vacía -tan vacía que aturde-, y ahí ando por la casa como un zombie sin saber si primero me afeito o antes voy poniendo agua para el mate o prendo la computadora o antes que nada voy de cuerpo (qué expresión más tierna ésta de "ir de cuerpo" ¿no?), pero eso sí, mejor primero me visto y después veo, que todavía no se fue el puto invierno y me estoy resfriando de tando dar vueltas por la casa en pijama y zapatillas.
Pasados unos minutos, vestido, tomando mate y todavía sin afeitar (suelo afeitarme justo antes de salir de casa, como para que la afeitada luzca y dure más), una sinapsis se va formando lentamente en algún lugar del cerebro que no sé cual es. Y esa sinapsis es una reflexión acerca de la estupidez y la edad.
Porque durante muchos años yo pensaba que sólo los jóvenes hacíamos estupideces (yo era joven entonces, por eso el plural), y que los mayores, los adultos, eran personas serias, sensatas, mesuradas, sabias, o casi. Si, no hace falta decirlo, cuando niño y cuando joven yo era bastante boñato (boniato no: boñato), un cacho así más que ahora, para dar una idea.
He de aducir en mi descargo que los adultos se preocupan especialmente por dar esa imagen de seriedad y sabiduría, y que nunca tuve demasiada confianza en mi mismo; pero lo importante es que en algún momento me avivé, y empecé a darme cuenta de que había gente grande que hacía cada estupidez que ya no sólo daba vergüenza ajena, sino que hasta daba lástima.
Ejemplo públicos y notorios de estupidez adulta fue todo aquello de Jorge Batlle con los argentinos y casi todo lo de Bush el chico, pero no estoy hablando de eso, sino de las taradeces que hace la gente grande en general. La común y corriente y la famosa, nuestros compañeros de trabajo y nuestros vecinos. El tipo que sube al ómnibus en el que viajamos, pero también aquél músico, aquél escritor, aquél actor más o menos famoso.
Yo a veces veo lo que hacen o dicen determinadas personas y me asusto, no sólo porque me parece increíble que gente grande haga o diga tamañas estupideces, sino porque temo que también yo esté haciendo cosas parecidas sin darme cuenta. Porque el problema es que toda esa gente, no es que sea una manga de payasos, sino que no se da cuenta de que está haciendo el ridículo -ni se le pasa por la cabeza que está haciendo el ridículo- sino que se piensa que está actuando normalmente.
¿Y quien soy yo para determinar cuándo alguien está haciendo estupideces? Bueno, yo soy yo, y el que lee es el que lee, y cada uno tiene el derecho inevitable a pensar lo que se le cante de cualquiera (hago un alto: me gustó mucho eso de "el derecho inevitable", me parece un hallazgo, lo voy a anotar para usarlo en algún editorial).
Y termino con el refrán que da parcialmente título a esta entrada (que dicho sea de paso acabo de recordar en este preciso momento): "Mamá, hacéme grande que bobo me hago solo". Una gran verdad en muchos casos.
Y me voy. Disfrute los Días del Patrimonio. Si puede vaya a ver el forro interior que le puso el maestro Espínola Gómez al ex Palacio Estévez en la Plaza Independencia. Vaya antes del mediodía, así después le sale más barato el almuerzo.
(menos mal que hoy me había levantado con la cabeza vacía, si me hubiera levantado con la cabeza llena seguía escribiendo todo el día, pero tengo que lavar la ropa antes de salir, así que será hasta mañana)