(y a mi no me importa mucho que digamos)

martes, 15 de septiembre de 2009

EL OJO HACE A LA COSA


Uno se crió entre eucaliptus, entre tantos eucaliptus, que recuerdo que cuando niño me asombré mucho al enterarme de que no eran árboles nacionales sino importados, y para peor de un lugar exótico llamado "Australia".

Esos árboles vienen de un país con nombre en latín pero donde mayormente hablan en inglés, que está lleno de animales raros que no hay en ninguna otra parte del mundo. Pero a diferencia de los ornitorrincos y los koalas, los eucaliptus han conquistado el planeta, y se los puede ver por casi todos lados, más ahora que se usan para hacer papel.

Mi infancia transcurrió entre Villa Muñoz y Pajas Blancas, o sea: entre "Paraísos" y "Eucaliptus", que en la puerta de mi casa había uno de los primeros y en el balneario había cientos de los segundos. Pero a mi me gustaban mucho más los pinos, no sé si porque eran más fáciles de trepar (había uno al que se podía trepar casi hasta arriba del todo, y yo subía y me pasaba el rato ahí, balanceándome pegadito al cielo, junto a las palomas, escuchando el viento entre las hojas), o porque eran menos, o porque tenían piñas (ideales para jugar guerrillas), o por el olor a resina, o de puro eurocentrista que era (que soy), o por la suma de todo eso (*).

En fin, que a mi los eucaliptus como que ni fu ni fa, nunca los ví como un objeto bello digno de admirar (salvo los Eucaliptus colorados, que son bastante escasos y tienen unas flores rojo-punzó preciosas).

Cuando hace tres años me vine a vivir a Villa Colón (barrio conocido popularmente como "Lezica"), comencé a ver y oler a los eucaliptus más de cerca, y a encontrar sub especies que nunca había visto, entonces ahora los veo de distinta manera.

De distinta manera los vió el naturalista inglés Gerald Durrell en ocasión de su primera visita a Australia. En el comienzo del capítulo 4 de su libro "Viaje a Australia, Nueva Zelandia y Malasia", dice Durrell:

"Esparcidos por allí había grupos de eucaliptos, cuyos troncos -de lejos- soltaban destellos blancos bajo el sol como huesos blanquecinos. Son unos árboles extraordinariamente hermosos y gráciles que consiguen contorsionar los troncos y las ramas en las posturas más increíbles, por lo que parece que estén participando en algún ballet fantástico. A algunos de los árboles más viejos se les estaba cayendo la corteza, que colgaba en grandes festones como barba, mientras que la nueva corteza de debajo tenía un delicado tono rosáceo cuando se observaba de cerca, de forma que casi se podía uno imaginar que el tronco estaba modelado en carne."

Un árbol que para nosotros es vulgar, común y corriente, y hasta feo a veces, para Durrell es una maravilla. O sea, que el ojo hace a la cosa, cosa que siempre se supo, pero bueno, era la manera de contar lo que se contó.

Hasta mañana

(*) Ahora que escribo ésto me doy cuenta del parecido que hay entre un puño cerrado y una piña, y de por qué la gente habla de "agarrarse a las piñas" o "andar a los piñazos". Para mí, hasta ahora, una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa, como la vela del barco y la vela de alumbrar, por ejemplo. ¡Qué cosa! ¡Cómo uno sigue descubriendo cosas que siempre estuvieron ahí y uno no las entendía como eran! ¿No?