(y a mi no me importa mucho que digamos)

lunes, 20 de junio de 2011

¿QUÉ TANTO HAY PARA DECIRSE?

El personalje de la novela de Philip Roth “Sale el espectro”, un escritor famoso llamado Nathan Zuckerman, vuelve a Nueva York luego de diez años de vivir aislado en su casa de campo cercana a la ciudad de Athena, en el oeste del estado de Massachusetts, y cuenta:

“¿Qué me sorprendió más durante los primeros días, cuando paseaba por la ciudad? Lo más evidente: los teléfonos móviles. En mi montaña aún no teníamos cobertura, y en Athena, donde sí la hay, no solía ver a nadie que caminara por la calle hablando por teléfono desinhibidamente. Recordaba una Nueva York donde las únicas personas que iban por Broadway hablando al parecer consigo mismas estaban locas. ¿Qué había sucedido en aquellos diez años para que de repente hubiera tanto que decir, hubiera tanto tan apremiante que no pudiera esperar para ser dicho?

Por dondequiera que anduviese, alguien se me acercaba hablando por teléfono y alguien hablaba detrás de mí por teléfono. Dentro de los coches, los conductores hablaban por teléfono. Cuando tomaba un taxi, el chofer hablaba por teléfono. Un hombre como yo, que con frecuencia se pasaba varios días sin hablar con nadie, tenía que preguntarse qué era lo que antes había retenido a la gente que ya no existía, haciendo que la conversación incesante por teléfono fuera preferible a pasear sin ser controlado por nadie, momentáneamente solitario, asimilando las calles a través de tus sentidos animales y abandonándote a la miríada de pensamientos que inspiran las actividades de una ciudad.

Para mí aquello daba un aire cómico a las calles y ridículo a la gente. Y, sin embargo, también parecía una auténtica tragedia. Erradicar la experiencia de la separación debe de tener inevitablemente un efecto dramático. ¿Cuál sería la consecuencia? Sabes que puedes ponerte en contacto con la otra persona en cualquier momento y, si no puedes, te impacientas y te enfadas como un estúpido diosecillo.

Yo comprendía que el silencio de fondo había sido abolido mucho tiempo atrás en restaurantes, ascensores y estadios de béisbol, pero que la inmensa soledad de los seres humanos produjera ese anhelo sin límites de ser oído, y la consiguiente despreocupación de ser oído por personas ajenas… bueno, al haber vivido casi siempre en la era de la cabina telefónica, cuyas recias puertas plegables podían cerrarse herméticamente, me impresionaba la singularidad de todo aquello, y empecé a pensar en un relato en el que Manhattan se ha convertido en una siniestra colectividad en la que todos espían a todos, cada uno es perseguido y controlado por la persona que está al otro extremo de la línea telefónica, a pesar de que, llamándose sin cesar unos a otros desde donde quieren en el gran exterior, creen estar experimentando la máxima libertad.

Sabía que el mero hecho de concebir semejante panorama me incluía en el grupo de los chiflados que, al comienzo de la industrialización, imaginaban que la máquina era la enemiga de la vida. Sin embargo, no podía evitarlo: no comprendía cómo nadie podía creer que seguía viviendo una existencia humana mientras iba por ahí hablando por teléfono durante la mitad de su vida consciente.”