¿Qué pasaba por las cabezas de la gente cuando no había libros, ni diarios, ni radios, ni televisión? ¿En qué ocupaban su pensamiento? ¿La gente pensaba tanto como ahora? ¿Pensaba? A mi me da la sensación de que más allá de lo de las canciones y los relatos orales, en esa época la gente pensaba menos. Me da la sensación de que el pensar es como un vicio, que cuanto más se piensa, más se quiere pensar; y que –al revés– cuanto menos se piensa, menos ganas de pensar se tienen.
En unas épocas, los pobres tenían que trabajar de sol a sol y volvían a sus chozas tan cansados que lo único que deseaban era comer y dormir. Otros pobres peleaban y morían en los campos de batalla para defender los intereses de sus reyes y emperadores, quienes mientras tanto llenaban su ocio sempiterno con sexo, drogas, Mozart, Miguel Angel y Molière. Los griegos del Siglo de Oro, los filósofos y los dramaturgos y los matemáticos, pudieron inventar todo lo que inventaron porque no trabajaban. Los tipos se sentaban a pensar y a experimentar, y así es como ahora podemos tomar vino y jugar al yo-yo.
Y vino Gutemberg y de a poco la plebe empezó a leer y a pensar otras cosas. Y después vino Robespierre y más tarde James Watt, y ahí se acabó la esclavitud antigua y comenzó la moderna. Y aparecieron los diarios y los panfletos y los libros de Rousseau y el Manifiesto Comunista y la revista Playboy.
Y entonces Marconi inventó la radio y después Spica inventó la radio portátil y ahí se pudrió todo: la gente meta escuchar la radio para arriba y para abajo todo el día. La gente todavía no había terminado de aprender a pensar, que ya le estaban lavando el cerebro con los discursos de Chicotazo y los tangos de Canaro. Y luego vinieron otros y siguieron hablando y cantándole todo el día a la gente, desde Los Beatles hasta Los Pibes Chorros, desde el Frégoli del Eter hasta Petinatti, todo el día dále que dále, meta y ponga, que comprá ésto, que andá allá, que no te pierdas aquello, que llamá ahora, que vení a buscar, que andá a llevar. Y ahora todos tienen la tele o la radio prendida todo el día y cuando están en la calle andan siempre escuchando algo en la radio o en el teléfono, y entonces no piensan, o –mejor dicho– piensan en las cosas de la radio o de la tele.
Pero como la gente está orgullosa de lo que escucha, quiere compartirlo con todos los demás, entonces el vecino pone un disco de Rodrigo y sube el volumen del equipo y coloca el parlante en la ventana, y el conductor sube el volúmen de la radio y hace escuchar sus rocanrroles a todos los pasajeros, y el pasajero sube el volúmen de su teléfono y hace escuchar sus cumbias villeras a todos los demás pasajeros y al conductor, y es por eso que no se puede salir a la calle sin un walkman o un emepetrés, para enmascarar eso con la música que le gusta a uno (unos buenos pasodobles, por ejemplo). Y mientras escuchamos y/o hacemos escuchar todo eso: no pensamos en otras cosas y somos felices, pues bien se sabe que para ser feliz hay que pensar lo menos posible.
Y entonces todos nos acostumbramos a eso y cuando no hay ni tele, ni radio, ni computadora, ni libro, ni nada, nos viene como un miedo al vacío. ¿Habrá cosa que produzca más pavor que una noche con apagón que nos agarra sólos en casa, sin velas y sin pilas en la radio? (Sí, lo hay: el mismo apagón pero en la esquina de General Flores y Martín García). Se me dirá: “tenemos el teléfono”. Sí, lo sé, por suerte tenemos el teléfono, pero: ¿y si no tuviéramos tampoco el teléfono? ¿Si ni siquiera tuviéramos pastillas para dormir? ¿Soportaríamos el vacío? ¿Soportaríamos la caravana interminable que se hunde en el olvido con su mueca espectral? ¿O saldríamos corriendo despavoridos (o sea, para dejar el miedo atrás)? ¿La verdad? No lo sé.