Allen Gingsberg decía en una entrevista de 1966: "Lo que William Blake me hizo entender fue que era posible transmitir un mensaje a través del tiempo que pudiera alcanzar a los iluminados, que la poesía tenía un efecto definitivo, que no era solamente bella, o solamente hermosa, sino que era algo básico a la existencia humana, o que alcanzaba el fondo de la existencia humana. Pero de todas maneras la impresión que tenía era de que la poesía era como una especie de máquina del tiempo a través de la que podíamos transmitir, Blake podía transmitir, su conciencia básica y comunicarla a alguien más luego de la muerte."
Está claro que Gingsberg hablaba de la inmortalidad de las obras de arte como la de Blake, como la de Paul Cezanne (su pintor favorito), como la suya propia al fin de cuentas; que hablaba de la inmortalidad del mensaje, de la re-creación de la idea al encontrarse con su espectador futuro.
Todas las obras de arte son, al fin de cuentas, máquinas del tiempo por las que nos llegan las pasiones y los dolores de quienes las han creado. Porque todo artista es también una Scherezade que crea para no morir.
Pero ahora no sólo cualquier estatua, pintura o libro editado tiene la posibilidad de transformarse en una máquina del tiempo, sino que también ésto que estoy escribiendo ahora en mi pantalla, quedará guardado en algún lugar del mundo cuando yo ya no esté.
Pero además, yo estoy escribiendo esto el viernes 8 de enero a las diez y media de la noche, y recién será publicado a la hora 0:01 del próximo martes 12 de enero, me suceda lo que me suceda. Esté vivo o esté muerto yo, esta entrada se publicará indefectiblemente dentro de cuatro días. Ésta es -pues- una modestísima máquina del tiempo.