Del otro lado del valle del Santa Lucía, los cerros eran largos y blancos. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de tiritas de plástico colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El montevideano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el tren de Río Branco llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Montevideo.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Vamos a tomar unas birras.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Chicas o tres cuartos? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Tres cuartos.
La mujer trajo dos cervezas de tres cuartos y dos vasos, puso todo en la mesa y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de cerros. Eran blancos bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró el cartel del bar.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Grappa Ancap.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cientoveinte pesos.
—Queremos dos grappas.
—¿Con limón?
—¿La querés con limón?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Es rica con limón?
—No está mal.
—¿Las quieren con limón? —preguntó la mujer.
—Sí, con limón.
—Tiene gusto a alcohol rectificado —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Si dijo la muchacha—- Todo tiene gusto a alcohol rectificado. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como este ferrocarril.
—Ufa, terminála...
—Vos empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Ta bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló los cerros.
—Son preciosos cerros —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otra birra?
—Bueno, dále.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de tiritas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre—.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, petisa —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha sorbió sus mocos y miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, petisa. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo estoy contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo tenés que dejar que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las tiras.
—Y pensás que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No tenés que tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no querés no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y vos de veras querés?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no querés.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Vos sabés que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿nunca volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabés cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué querés decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importás.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sentís así.
La muchacha se puso de pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de pasto y montes de eucaliptus a lo largo de las riberas del Santa Lucía. Muy lejos, más allá del río, había cerros. La sombra de una nube cruzaba el campo y la muchacha vio el río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobrás.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Volvé a la sombra —dijo él—. No podés, no debés sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra birra?
—Bueno. Pero tenés que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró los cerros en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tenés que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si vos no querés. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para vos.
—¿No significa nada para vos? Hallaríamos la manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a vos. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabés que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por vos.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
El no dijo nada y miró las valijas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con otras dos cervezas y las puso en la mesa..
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha, que además era medio sorda.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las valijas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—Ta bien, después vení a terminar la birra.
El recogió las dos pesadas valijas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó otra grappa en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de tiritas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sentís mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella guardando su pañuelo—. Era verdad, no me pasó nada. Ya me soné la nariz. Tenías razón, ahora entra el aire.