Cuando pusieron ahí en la Biblioteca Nacional la estatua de Miguel de Cervantes Saavedra (al parecer su madre era cordobesa), lo primero que pensé fue que se la habían esculpido cuando era joven y desconocido. Porque el tipo, ahí, a la vista de quien quiera mirarlo, tiene un brazo en cada hombro, con las correspondientes manos con cinco dedos uno al lado del otro cada una. Así que de “Manco del Espanto” nada, pensé. Más aún, mientras su siniestra reposa en la empuñadura de una brilla-tizona-de-fino-acero-igual-que-un-claro-rayo-de-luna, con su diestra, nuestro Cervantes aprieta un manojo de papeles, como si estuviera preparando para otros fines unos folios que le salieron mal.
La escultura está puesta cual si Cervantes se estuviera yendo de la Biblioteca Nacional, arrugando esos papeles con su mano derecha, enojado porque Tomás le rechazó un original. Más que una escultura de bienvenida, parece una escultura de “huye de aquí que en este lugar anida la cultura y eso es algo peligroso porque genera conciencia y la conciencia genera rebeldía u obsecuencia y yo te prefiero ignorante porque la ignorancia genera sumisión y eso es lo que quiero de ti”. O algo parecido.
Pero bueno, la de Cervantes no es una excepción. Si se fijan bien, ninguna estatua se ríe. El que no tiene cara de enojado, tiene cara de serio, de preocupado, de triste, de sufriente, o lisa y llanamente de estúpido. Ninguna sonrisa, ninguna mirada pícara. No, nada de eso. Todos amargados. Ni siquiera el Testone se ríe. Claro, el tipo pone cara de “yo no fui”, porque estar en pelotas en medio de 18 de Julio con esa desgracia a la vista de todos no debe ponerlo contento a uno. Digo yo.
De todas maneras, hay en la Biblioteca Nacional otra estatua que sí nos da la bienvenida. Un pelado de barba con el camisón arrugado y medio cayéndosele, que señala con su mano derecha hacia la puerta, como diciéndonos: “Entrá nomás... No te achiques si ya estoy casi vengado pues en tu mismo pecado la penitencia llevás”. Todo un filósofo el tipo. Entonces entré y le dije a la funcionaria: “Déme un libro del Pelado”. “Sí señor, como no”, me dijo la mujer, y me trajo un socotroco escrito por un tal V.I. Lenin. Pero por la foto autografiada que había en el frontispicio enseguida me di cuenta de que estábamos hablando de pelados diferentes, porque éste usaba perita y era más joven. “No –le dije- de este pelado no, del de la estatua que está en la puerta” –le dije. La mujer sonrió, me miró como con lástima, y me dijo con voz bien de babosa: “Señor, lo lamento, ese de la estatua es Sócrates, un filósofo griego que nunca escribió nada”.
Al principio pensé que me estaba cachando. Después, como permanecía seria, pensé que me estaba dando salida para no tener que volver a buscar entre los anaqueles. Entonces me fui calladito hasta los ficheros esos que están en la entrada y busqué en la S: Simenón, Sinclair, Silva, Silva, Silva, Silva, Sófocles, Solzhenistin... Era verdad, no había ningún libro del Pelado. Lo único que encontré luego de mucho revolver, fue el resultado de un análisis que le había hecho alguien que debería ser su médico, un tal Platón. Bueno, mas bien era una autopsia, porque el libro se llamaba “Apoplejía de Sócrates” o algo así, no me acuerdo bien. El asunto es que realmente el pelado crepó sin escribir nunca nada.
Y entonces me surgió un terrible interrogante: Si este tipo nunca escribió nada ¿Qué hace su estatua en la puerta de la Biblioteca Nacional? Iba a ir a preguntarle la respuesta a la funcionaria, pero cuando ella vio que me acercaba de nuevo al mostrador. me miró con una cara que me sacó de golpe todas las interrogantes del marote. Así que me fui cantando bajito. Lo que sí pude averiguar después, es que a Cervantes no le decían manco porque le faltara alguna de las manos, sino porque había quedado con el brazo izquierdo medio mormoso después de la batalla del Espanto. Me quedé un poco mas tranquilo, pero de todas maneras, esto de la cultura tiene sus bemoles. Nada es tan fácil como parece, es algo mas bien misterioso. ¿Vio?